Los adventistas del séptimo día aceptamos la Biblia como nuestro único credo y sostenemos una serie de creencias fundamentales basadas en las enseñanzas de las Sagradas Escrituras. Estas creencias constituyen la forma en que la iglesia comprende y expresa las enseñanzas de la Biblia. A continuación, se encuentra una versión abreviada de estas creencias. La versión completa puede consultarse en www.adventist.org/es/creencias/
Las Sagradas Escrituras, que abarcan el Antiguo Testamento y el Nuevo Testamento, constituyen la Palabra de Dios escrita, transmitida por inspiración divina. Los autores inspirados hablaron y escribieron impulsados por el Espíritu Santo. Las Sagradas Escrituras son la revelación suprema, autoritativa e infalible de la voluntad divina (Sal. 119:105; Prov. 30:5, 6; Isa. 8:20; Juan 17:17; 1 Tes. 2:13; 2 Tim. 3:16, 17; Heb. 4:12; 2 Ped. 1:20, 21).
Hay un solo Dios: Padre, Hijo y Espíritu Santo, una unidad de tres personas coeternas. Dios es inmortal, todopoderoso, omnisapiente, superior a todos y omnipresente. Es infinito y escapa a la comprensión humana, aunque se lo puede conocer por medio de su autorrevelación. Dios, que es amor, es digno, para siempre, de reverencia, adoración y servicio por parte de toda la creación (Gén. 1:26; Deut. 6:4; Isa. 6:8; Mat. 28:19; Juan 3:16; 2 Cor. 1:21, 22; 13:14; Efe. 4:4-6; 1 Ped. 1:2).
Dios el Padre eterno es el Creador, Originador, Sustentador y Soberano de toda la creación. Es justo y santo, misericordioso y clemente, tardo en airarse, y abundante en amor y fidelidad (Gén. 1:1; Deut. 4:35; Sal. 110:1, 4; Juan 3:16; 14:9; 1 Cor. 15:28; 1 Tim. 1:17; 1 Juan 4:8; Apoc. 4:11).
Dios el Hijo Eterno se encarnó como Jesucristo. Por medio de él se crearon todas las cosas, se reveló el carácter de Dios, se llevó a cabo la salvación de la humanidad y se juzga al mundo. Aunque es verdadero y eternamente Dios, llegó a ser también verdaderamente humano, Jesús el Cristo (Isa. 53:4-6; Dan. 9:25-27; Luc. 1:35; Juan 1:1-3, 14; 5:22; 10:30; 14:1-3, 9, 13; Rom. 6:23; 1 Cor. 15:3, 4; 2 Cor. 3:18; 5:17-19; Fil. 2:5-11; Col. 1:15-19; Heb. 2:9-18; 8:1, 2).
Dios el Espíritu Eterno desempeñó una parte activa, con el Padre y el Hijo, en la creación, en la encarnación y en la redención. Es una persona, de la misma manera que lo son el Padre y el Hijo. Inspiró a los autores de las Escrituras. Infundió poder a la vida de Cristo. Atrae y convence a los seres humanos, y renueva a los que responden y los transforma a la imagen de Dios (Gén. 1:1, 2; 2 Sam. 23:2; Sal. 51:11; Isa. 61:1; Luc. 1:35; 4:18; Juan 14:16-18, 26; 15:26; 16:7-13; Hech. 1:8; 5:3; 10:38; Rom. 5:5; 1 Cor. 12:7-11; 2 Cor. 3:18; 2 Ped. 1:21).
Dios reveló en las Escrituras el relato auténtico e histórico de su actividad creadora. El Señor creó el universo y, en una creación reciente de seis días, hizo “los cielos y la tierra, el mar, y todas las cosas que en ellos hay”, y reposó en el séptimo día. De ese modo, estableció el sábado como un monumento perpetuo conmemorativo de la obra que llevó a cabo (Gén. 1, 2; 5; 11; Éxo. 20:8-11; Sal. 19:1-6; 33:6, 9; 104; Isa. 45:12, 18; Hech. 17:24; Col. 1:16; Heb. 1:2; 11:3; Apoc. 10:6; 14:7).
Dios hizo al hombre y a la mujer a su imagen, con individualidad propia, y con la facultad y la libertad de pensar y obrar. Aunque los creó como seres libres, cada uno es una unidad indivisible de cuerpo, mente y espíritu, que depende de Dios para la vida, el aliento y todo lo demás (Gén. 1:26‑28; 2:7, 15; 3; Sal. 8:4-8; 51:5, 10; 58:3; Jer. 17:9; Hech. 17:24-28; Rom. 5:12-17; 2 Cor. 5:19, 20; Efe. 2:3; 1 Tes. 5:23; 1 Juan 3:4; 4:7, 8, 11, 20).
Toda la humanidad está ahora envuelta en un gran conflicto entre Cristo y Satanás en cuanto al carácter de Dios, su Ley y su soberanía sobre el universo. Este conflicto se originó en el cielo cuando un ser creado, dotado de libre albedrío, se exaltó a sí mismo y se convirtió en Satanás, el adversario de Dios, y condujo a la rebelión a una parte de los ángeles (Gén. 3; 6-8; Job 1:6-12; Isa. 14:12-14; Eze. 28:12-18; Rom. 1:19-32; 3:4; 5:12-21; 8:19-22; 1 Cor. 4:9; Heb. 1:14; 1 Ped. 5:8; 2 Ped. 3:6; Apoc. 12:4-9).
Mediante la vida de Cristo, de perfecta obediencia a la voluntad de Dios, y por medio de sus sufrimientos, su muerte y su resurrección, Dios proveyó el único medio para expiar el pecado humano, de manera que los que por fe aceptan esta expiación puedan tener vida eterna, y toda la creación pueda comprender mejor el infinito y santo amor del Creador (Gén. 3:15; Sal. 22:1; Isa. 53; Juan 3:16; 14:30; Rom. 1:4; 3:25; 4:25; 8:3, 4; 1 Cor. 15:3, 4, 20-22; 2 Cor. 5:14, 15, 19-21; Fil. 2:6-11; Col. 2:15; 1 Ped. 2:21, 22; 1 Juan 2:2; 4:10).
Con amor y misericordia infinitos, Dios hizo que Cristo, que no conoció pecado, fuera hecho pecado por nosotros, para que pudiésemos ser hechos justicia de Dios en él. Guiados por el Espíritu Santo, sentimos nuestra necesidad, reconocemos nuestra pecaminosidad, nos arrepentimos de nuestras transgresiones, y ejercemos fe en Jesús como Salvador y Señor, Sustituto y Ejemplo (Gén. 3:15; Isa. 45:22; 53; Jer. 31:31-34; Eze. 33:11; 36:25-27; Hab. 2:4; Mar. 9:23, 24; Juan 3:3-8, 16; 16:8; Rom. 3:21-26; 8:1-4, 14-17; 5:6-10; 10:17; 12:2; 2 Cor. 5:17-21; Gál. 1:4; 3:13, 14, 26; 4:4-7; Efe. 2:4-10; Col. 1:13, 14; Tito 3:3-7; Heb. 8:7-12; 1 Ped. 1:23; 2:21, 22; 2 Ped. 1:3, 4; Apoc. 13:8).
Por su muerte en la cruz, Jesús triunfó sobre las fuerzas del mal. Él, que durante su ministerio terrenal subyugó a los espíritus demoníacos, ha quebrantado su poder y asegurado su condenación final. La victoria de Jesús nos da la victoria sobre las fuerzas del mal que aún tratan de dominarnos, mientras caminamos con él en paz, gozo y en la seguridad de su amor (1 Crón. 29:11; Sal. 1:1, 2; 23:4; 77:11, 12; Mat. 20:25-28; 25:31-46; Luc. 10:17-20; Juan 20:21; Rom. 8:38, 39; 2 Cor. 3:17, 18; Gál. 5:22-25; Efe. 5:19, 20; 6:12-18; Fil. 3:7-14; Col. 1:13, 14; 2:6, 14, 15; 1 Tes. 5:16-18, 23; Heb. 10:25; Sant. 1:27; 2 Ped. 2:9; 3:18; 1 Juan 4:4).
La iglesia es la comunidad de creyentes que confiesan que Jesucristo es Señor y Salvador. Como continuadores del pueblo de Dios del Antiguo Testamento, se nos invita a salir del mundo; y nos reunimos para adorar, para estar en comunión unos con otros, para recibir instrucción en la Palabra, para la celebración de la Cena del Señor, para servir a toda la humanidad y para proclamar el evangelio en todo el mundo (Gén. 12:1-3; Éxo. 19:3-7; Mat. 16:13-20; 18:18; 28:19, 20; Hech. 2:38-42; 7:38; 1 Cor. 1:2; Efe. 1:22, 23; 2:19-22; 3:8-11; 5:23-27; Col. 1:17, 18; 1 Ped. 2:9).
La iglesia universal está compuesta por todos los que creen verdaderamente en Cristo; pero, en los últimos días, una época de apostasía generalizada, se llamó a un remanente para que guarde los mandamientos de Dios y la fe de Jesús. Este remanente anuncia la llegada de la hora del Juicio, proclama la salvación por medio de Cristo y pregona la proximidad de su segunda venida (Dan. 7:9-14; Isa. 1:9; 11:11; Jer. 23:3; Miq. 2:12; 2 Cor. 5:10; 1 Ped. 1:16-19; 4:17; 2 Ped. 3:10-14; Jud. 3, 14; Apoc. 12:17; 14:6-12; 18:1-4).
La iglesia es un cuerpo constituido por muchos miembros, llamados de entre todas las naciones, razas, lenguas y pueblos. En Cristo, somos una nueva creación; las diferencias de raza, cultura, educación y nacionalidad, y las diferencias entre encumbrados y humildes, ricos y pobres, hombres y mujeres, no deben causar divisiones entre nosotros (Sal. 133:1; Mat. 28:19, 20; Juan 17:20-23; Hech. 17:26, 27; Rom. 12:4, 5; 1 Cor. 12:12-14; 2 Cor. 5:16, 17; Gál. 3:27-29; Efe. 2:13-16; 4:3-6, 11-16; Col. 3:10-15).
Por medio del bautismo, confesamos nuestra fe en la muerte y la resurrección de Jesucristo, y damos testimonio de nuestra muerte al pecado y de nuestro propósito de andar en novedad de vida. De este modo, reconocemos a Cristo como nuestro Señor y Salvador, llegamos a ser su pueblo y somos recibidos como miembros de su iglesia (Mat. 28:19, 20; Hech. 2:38; 16:30-33; 22:16; Rom. 6:1-6; Gál. 3:27; Col. 2:12, 13).
La Cena del Señor es una participación en los emblemas del cuerpo y la sangre de Jesús como expresión de fe en él, nuestro Señor y Salvador. El servicio de Comunión está abierto a todos los creyentes cristianos (Mat. 26:17-30; Juan 6:48-63; 13:1-17; 1 Cor. 10:16, 17; 11:23-30; Apoc. 3:20).
Dios concede a todos los miembros de su iglesia, en todas las épocas, dones espirituales para que cada miembro los emplee en amante ministerio por el bien común de la iglesia y de la humanidad. De acuerdo con las Escrituras, estos dones incluyen ministerios –tales como fe, sanidad, profecía, predicación, enseñanza, administración, reconciliación, compasión, servicio abnegado y caridad–, para ayudar y animar a nuestros semejantes (Hech. 6:1-7; Rom. 12:4-8; 1 Cor. 12:7-11, 27, 28; Efe. 4:8, 11-16; 1 Tim. 3:1-13; 1 Ped. 4:10, 11).
Las Escrituras dan testimonio de que uno de los dones del Espíritu Santo es el de profecía. Este don es una señal identificadora de la iglesia remanente y creemos que se manifestó en el ministerio de Elena de White. Sus escritos hablan con autoridad profética, y establecen con claridad que la Biblia es la norma por la cual debe ser probada toda enseñanza y toda experiencia (Núm. 12:6; 2 Crón. 20:20; Amós 3:7; Joel 2:28, 29; Hech. 2:14-21; 2 Tim. 3:16, 17; Heb. 1:1-3; Apoc. 12:17; 19:10; 22:8, 9).
Los grandes principios de la Ley de Dios están incorporados en los Diez Mandamientos y ejemplificados en la vida de Cristo. Expresan el amor, la voluntad y el propósito de Dios con respecto a la conducta y a las relaciones humanas, y son obligatorios para todas las personas en todas las épocas. Estos preceptos constituyen la base del pacto de Dios con su pueblo y son la norma del Juicio divino (Éxo. 20:1-17; Deut. 28:1-14; Sal. 19:7-14; 40:7, 8; Mat. 5:17-20; 22:36-40; Juan 14:15; 15:7-10; Rom. 8:3, 4; Efe. 2:8-10; Heb. 8:8-10; 1 Juan 2:3; 5:3; Apoc. 12:17; 14:12).
El bondadoso Creador, después de los seis días de la creación, descansó el séptimo día, e instituyó el sábado para todos los hombres, como un monumento conmemorativo de la creación. El cuarto mandamiento de la inmutable Ley de Dios requiere la observancia del séptimo día, sábado, como día de reposo, adoración y ministerio, en armonía con las enseñanzas y la práctica de Jesús, el Señor del sábado (Gén. 2:1-3; Éxo. 20:8-11; 31:13-17; Lev. 23:32; Deut. 5:12-15; Isa. 56:5, 6; 58:13, 14; Eze. 20:12, 20; Mat. 12:1-12; Mar. 1:32; Luc. 4:16; Heb. 4:1-11).
Somos mayordomos de Dios, a quienes se nos ha confiado tiempo y oportunidades, capacidades y posesiones, y las bendiciones de la tierra y sus recursos. Y somos responsables ante él por el empleo adecuado de todas esas dádivas. Reconocemos el derecho de propiedad por parte de Dios mediante nuestro servicio fiel a él y a nuestros semejantes, y mediante la devolución del diezmo y las ofrendas que damos para la proclamación de su evangelio, y para el sostén y el desarrollo de su iglesia (Gén. 1:26-28; 2:15; 1 Crón. 29:14; Hag. 1:3-11; Mal. 3:8-12; Mat. 23:23; Rom. 15:26, 27; 1 Cor. 9:9-14; 2 Cor. 8:1-15; 9:7).
Somos llamados a ser un pueblo piadoso, que piense, sienta y actúe en armonía con los principios bíblicos en todos los aspectos de la vida personal y social. Para que el Espíritu recree en nosotros el carácter de nuestro Señor, nos involucramos solo en aquellas cosas que producirán en nuestra vida pureza, salud y gozo cristiano (Gén. 7:2; Éxo. 20:15; Lev. 11:1-47; Sal. 106:3; Rom. 12:1, 2; 1 Cor. 6:19, 20; 10:31; 2 Cor. 6:14-7:1; 10:5; Efe. 5:1-21; Fil. 2:4; 4:8; 1 Tim. 2:9, 10; Tito 2:11, 12; 1 Ped. 3:1-4; 1 Juan 2:6; 3 Juan 2).
El matrimonio fue establecido por Dios en el Edén, y confirmado por Jesús para que fuera una unión para toda la vida entre un hombre y una mujer, en amante compañerismo. Para el cristiano, el matrimonio es un compromiso con Dios y con el cónyuge, y debería celebrarse solamente entre un hombre y una mujer que participan de la misma fe (Gén. 2:18-25; Éxo. 20:12; Deut. 6:5-9; Prov. 22:6; Mal. 4:5, 6; Mat. 5:31, 32; 19:3-9, 12; Mar. 10:11, 12; Juan 2:1-11; 1 Cor. 7:7, 10, 11; 2 Cor. 6:14; Efe. 5:21-33; 6:1-4).
Hay un Santuario en el cielo, el verdadero Tabernáculo que el Señor erigió y no el ser humano. En él ministra Cristo en favor de nosotros, para poner a disposición de los creyentes los beneficios de su sacrificio expiatorio ofrecido una vez y para siempre en la cruz. Cristo, en su ascensión, llegó a ser nuestro gran Sumo Sacerdote y comenzó su ministerio intercesor, que fue tipificado por la obra del sumo sacerdote en el Lugar Santo del Santuario terrenal (Lev.16; Núm. 14:34; Eze. 4:6; Dan. 7:9-27; 8:13, 14; 9:24-27; Heb. 1:3; 2:16, 17; 4:14-16; 8:1-5; 9:11-28; 10:19-22; Apoc. 8:3-5; 11:19; 14:6, 7, 12; 20:12; 22:11, 12).
La segunda venida de Cristo es la bienaventurada esperanza de la iglesia, la gran culminación del evangelio. La venida del Salvador será literal, personal, visible y de alcance mundial. Cuando el Señor regrese, los justos muertos resucitarán y, junto con los justos que estén vivos, serán glorificados y llevados al cielo, pero los impíos morirán (Mat. 24; Mar. 13; Luc. 21; Juan 14:1-3; Hech. 1:9-11; 1 Cor. 15:51-54; 1 Tes. 4:13-18; 5:1-6; 2 Tes. 1:7-10; 2:8; 2 Tim. 3:1-5; Tito 2:13; Heb. 9:28; Apoc. 1:7; 14:14-20; 19:11-21).
La paga del pecado es la muerte. Pero Dios, el único que es inmortal, otorgará vida eterna a sus redimidos. Hasta ese día, la muerte constituye un estado de inconsciencia para todos. Cuando Cristo, que es nuestra vida, aparezca, los justos resucitados y los justos vivos serán glorificados, y todos juntos serán arrebatados para salir al encuentro de su Señor. La segunda resurrección, la resurrección de los impíos, ocurrirá mil años después (Job 19:25-27; Sal. 146:3, 4; Ecl. 9:5, 6, 10; Dan. 12:2, 13; Isa. 25:8; Juan 5:28, 29; 11:11-14; Rom. 6:23; 16; 1 Cor. 15:51-54; Col. 3:4; 1 Tes. 4:13-17; 1 Tim. 6:15; Apoc. 20:1-10).
El milenio es el reino de mil años de Cristo con sus santos en el cielo, que se extiende entre la primera y la segunda resurrección. Durante ese tiempo, serán juzgados los impíos; la Tierra estará completamente desolada, sin habitantes humanos con vida, pero sí ocupada por Satanás y sus ángeles. Al terminar ese período, Cristo y sus santos, y la Santa Ciudad, descenderán del cielo a la Tierra. Los impíos muertos resucitarán entonces y, junto con Satanás y sus ángeles, rodearán la ciudad; pero el fuego de Dios los consumirá y purificará la Tierra. De ese modo, el universo será librado del pecado y de los pecadores para siempre (Jer. 4:23-26; Eze. 28:18, 19; Mal. 4:1; 1 Cor. 6:2, 3; Apoc. 20; 21:1-5).
En la Tierra Nueva, en que habita la justicia, Dios proporcionará un hogar eterno para los redimidos, y un ambiente perfecto para la vida, el amor, el gozo y el aprendizaje eternos en su presencia. Porque allí Dios mismo morará con su pueblo, y el sufrimiento y la muerte terminarán para siempre. El Gran Conflicto habrá terminado y el pecado no existirá más. “Todas las cosas, animadas e inanimadas, declararán [...] que Dios es amor” (CS 737); y él reinará para siempre jamás. Amén (Isa. 35; 65:17-25; Mat. 5:5; 2 Ped. 3:13; Apoc. 11:15; 21:1-7; 22:1-5).